miércoles, 24 de abril de 2013

El Bloqueo, o cómo crear a partir del Vacío

Ya sabes por qué escribo. Te lo expliqué en mi última entrada. Lo hice de una forma poco convencional, con un relato que improvisé para la ocasión. Se me da mejor escribir historias que hablar.

Escribo porque lo necesito tanto como respirar. Escribo porque no puedo evitarlo. Escribo porque nací con esa capacidad.
Escribo desde los diez años. Ocho novelas terminadas y otras tantas a medias, esperando en un cajón a que mi Musa recuerde qué era lo que quería transmitir a través de ellas, son el balance de treinta años haciendo lo que más me gusta, lo que no puedo dejar de hacer.

Sin embargo, a veces he sufrido bloqueos, y he estado largas temporadas sin ser capaz de escribir una sola línea. Durante esas temporadas, no he respirado bien, ni me he sentido viva.
Muchos escritores hablan de sus bloqueos. Todos los tenemos, no soy una excepción. Problemas personales, preocupaciones, inseguridades, falta de trabajo o de tiempo... muchas son las causas que provocan un bloqueo. 
Yo he tardado en descubrir qué es lo que provoca mi incapacidad para narrar historias. Volviendo la vista atrás, he comprendido que la causa de mis bloqueos es siempre la misma. Mi problema es que escribo con el corazón. Por eso, cuando se me rompe el corazón, cuando el vacío que siento es tan inmenso  que todo a mi alrededor se vuelve oscuridad, no soy capaz de comunicarme por escrito. Porque ¿qué se puede sacar del vacío más absoluto?

Hoy te dejo un relato especial. Y es especial por dos motivos. Yo no escribo relato corto, me resulta tremendamente difícil contar una historia en pocas palabras, todas mis novelas tienden a cobrar vida propia y ninguna tiene menos de cien páginas. De hecho, Z nació de esa imposibilidad mía para resumir. Lo que pretendía ser un relato de seis páginas para un concurso se ha convertido en una novela que está a punto de llegar a la página noventa, y aún no he terminado de escribir la primera parte. Que fuera capaz de improvisar un relato lo convierte en especial para mí. Pero además sirvió para explicar de dónde nacen todos mis bloqueos, y cómo comprendí que es precisamente del Vacío de donde nacen todas las cosas.

Por eso te lo dejo aquí, sólo tienes que pinchar en el enlace, te llevará hasta el blog de Thèramon, al cual pertenece.  Te invito a que lo leas. Se llama Laudaner. También podría haberlo titulado Cómo crear a partir del Vacío.

Incluso mientras duró mi gran Bloqueo, escribía. Párrafos sueltos, casi siempre, porque ni siquiera en mis momentos más oscuros he sido capaz de dejar de hacer lo que hago por inercia. Pero esos párrafos se han ido convirtiendo en historias. Y aunque ninguna de ellas está terminada, porque el trabajo me deja muy poco tiempo para dedicarme a escribir, poco a poco van tomando forma, algunas en mi cabeza y otras, sí, en el procesador de textos.

Hoy quiero decirte que ningún bloqueo es para siempre. Que no te desanimes si de pronto no te ves capaz de enfrentarte a la página en blanco. Que la Musa nunca se marcha, aunque problemas y dudas varias te impidan escucharla. Si, como yo, naciste para contar historias, nada te impedirá hacerlo el resto de tu vida, salvo tú mismo. No te rindas. No es un consejo, es una petición. No te rindas.
Como me dice una personita muy especial, "todo lo que escribes nace de ti, y de ahí no puede salir nada malo".

jueves, 18 de abril de 2013

¿Por qué escribo?


REENCUENTRO

Aquí estás, tal como suponía, como esperaba. Aquí estás, después de tanto tiempo de silencio. Aquí estás, como te he imaginado infinidad de veces: sorprendido, intrigado, expectante. La emoción que veo en tus ojos me dice que no me has olvidado. Tu silencio me invita a tomar la iniciativa y romper el hielo.
No digo nada. Hay tantas cosas que desearía decirte, que no sé por dónde empezar.
Igual que cuando escribo historias: la primera frase siempre es la que más me cuesta encontrar.
Mentiría si dijera que no me gana la emoción. Mi corazón late con tanta fuerza que sus latidos apagan las voces de la multitud que nos rodea. Te observo desde la seguridad que me brinda la escasa distancia que nos separa, y me aparto unos pasos del stand junto al que me encontraba esperando a que me firmaran el libro que acabo de comprar. Los recuerdos se agolpan en mi cabeza. Tardes de verano, libros dedicados, historias compartidas. Lo que significaba la palabra nosotros.
Me doy cuenta de que no he superado tu ausencia.
Aquí estás, con tu carita de hombre encantador, cierta expresión desvalida, la emoción brillando en tus ojos y esa sonrisa que amo curvando los labios que sigo besando en mis fantasías.
El bullicio se me antoja música de fondo. Como en las películas, sonido de violines en la escena del reencuentro. Doy un paso hacia ti, con una sonrisa que no logras interpretar pero que te anima a acercarte un poco.
Pero sólo un poco, porque sigues cargando con esa indecisión que te caracteriza y que tanto daño me ha causado. Una vez te dije que a ti te lo perdonaba todo. Supongo que te estás preguntando si he olvidado mis propias palabras.
Algunas personas empiezan a percibir el hilo invisible que mantiene nuestras miradas conectadas. Las más sagaces aventuran, el resto presiente, pero no acierta a imaginar. Conocidos de ambos observan el tímido acercamiento con curiosidad e interés. Numerosos testigos para un reencuentro que promete ser épico.
Por fin abres la boca y me saludas. Sonrío. Meses desaparecido, fingiendo que no existo, que nunca me has conocido, y ahora que vuelves a verme te acercas como si nunca te hubieras marchado sin despedirte, como si no me hubieras roto el corazón.
Las conversaciones se diluyen, convertidas en murmullos de anticipación. La música de violines se vuelve suave, sugerente. Sin embargo, me taladra los tímpanos. Debería haber imaginado las notas de un piano, me resultan más relajantes e inspiradoras.
No respondo a tu saludo, pero camino un par de pasos en tu dirección; animado por mi sonrisa, avanzas a mi encuentro. Los espectadores se apartan, dejando un pasillo libre de obstáculos. Nos acercamos un poco más. Abro un poco los brazos, dándote a entender que estoy receptiva. Indeciso, respondes a mi gesto.
Igual que en los viejos tiempos.
Extiendo el brazo, las puntas de mis dedos quieren rozar tu mejilla. Mis ojos brillan excitados; ves lágrimas de emoción en ellos y te creces. Sabes que caeré en tus brazos sin remedio.
Y bajas la guardia.
El primer impacto te hace trastabillar. Con los ojos abiertos por la sorpresa miras el puño que vuelve a buscar ese rostro que he deseado acariciar durante todo este tiempo. Te apartas, pero no lo suficientemente deprisa. Mi rodilla alcanza su objetivo y te doblas en dos. Jadeando, no puedes evitar el empujón final, el que te lanza al suelo de espaldas. Tampoco puedes impedir que pronuncie las palabras que destrozan tu reputación y explican a tus conocidos la clase de hombre que eres.
Todo el mundo observa la escena impresionado. Y es curioso, porque tú eres el que que yace humillado y yo la que se yergue desafiante, pero las miradas de apoyo y de admiración van dirigidas a mí. Me río a carcajadas.
—¿Pero qué te pasa?
Parpadeo y miro hacia mi derecha. Ana me ha pillado riéndome en voz alta.
—Nada, estaba escribiendo una historia.
Ana frunce el ceño. Sobre la mesa hay un cenicero, dos tazas de café y mi paquete de tabaco. Ningún cuaderno a la vista. Me mira extrañada y sonríe.
—¿Sin papel?
Asiento, y me señalo la cabeza.
—Aquí —digo.
Ana comprende. Es mi amiga, me conoce, sabe cómo funciona el proceso creativo; cuando escribir es un acto tan necesario y mecánico como respirar, no tener un bolígrafo a mano no es un inconveniente.
—Léemela —me pide. Sabe que tengo una memoria casi fotográfica y que soy capaz de recordar sin problemas la escena que acabo de imaginar.
Se la cuento tal como la he leído en mi cabeza. Palabra por palabra, como si realmente la tuviera delante, escrita en un papel. Ana escucha con atención. Al principio se ríe. Luego vuelve a arrugar la frente.
—¿Venganza? —pregunta.
Me encojo de hombros.
—¿Por qué no? A veces las historias con final feliz no son posibles.
—Eres escritora; puedes hacer que sí lo sean.
—Cierto. Pero yo escribo lo que me sale del corazón. Y en estos momentos eso es lo que mi corazón siente. ¿Sabes? A veces, escribir es la mejor terapia contra la tristeza. Y a veces, el único modo de liberar la rabia.
La rabia es mejor que el vacío. Hace tiempo que comprendí que el vacío es el culpable de mis bloqueos, y cuando no puedo escribir es como si muriera.
¿Que por qué escribo?
Deja que te pregunte algo: ¿por qué respiras?


Final alternativo.

(…) Me río a carcajadas.
—¿Pero qué haces?
Parpadeo y miro hacia mi derecha. Miér... coles. Mi jefe me ha pillado riéndome sola en voz alta.
—Eeee... nada, limpiar los cristales —disimulo.
—Y hablar sola, como de costumbre —me recrimina.
Suspiro. Cómo explicarle que estaba escribiendo...
—¿Sin papel?
—No necesito papel. Tengo un cerebro, ¿sabes? Hiperactivo, además. Imagino historias todo el tiempo. No puedo evitarlo.
Mi jefe sacude la cabeza y pone los ojos en blanco.
—Tú no estás bien de la cabeza, te lo digo yo.
Paso de explicarle cómo funciona el proceso creativo. Mi jefe, como la mayoría de la gente que no me conoce, no entiende que crear historias y respirar son prácticamente lo mismo para mí: una necesidad, y algo que hago sin pensar. No elegí ser escritora: nací con esa capacidad.
De nuevo a solas, reviso la escena en mi cabeza. ¿Venganza? O la muerte de la inocencia y el comienzo de un nuevo capítulo. Bien, a veces los finales felices sí son posibles. Cuando llegue a casa la pasaré al papel. Ésta no va a quedarse sólo en mi cabeza.
¿Que por qué escribo?
Porque cuando escribo puedo ser lo que yo quiera. Cuando escribo, puedo hacer que el mundo sea como yo lo deseo.
Si estoy muy cabreada, puedo destruirlo.
Y a veces, si estoy inspirada, soy capaz de mejorarlo.